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En las entrañas de ‘Sr. Pig’


EL PAÍS

En las entrañas de ‘Sr. Pig’

El editor Diego Rabasa relata su visita al rodaje de la tercera ficción dirigida por Diego Luna

Diego Luna dirige a los actores Danny Glover y Maya Rudolph.  CANANA
“Quiero hacer un texto sobre tu película”, dije a Diego Luna en la víspera de la filmación de Sr. Pig. “Para poder entenderla tienes que venir unos días al rodaje. Ni yo mismo sé bien qué va a suceder ahí”, me contestó. Vamos, pues.
La primera parada fue Guadalajara. Para entonces la producción ya había rodado la mitad de la cinta. El primer círculo, compuesto por Luna, el productor Arturo Sampson, la asistente de dirección, Hiromi Kamata --una especie de bosón de Higgs que ata todas las partículas del gran átomo que es la producción-- y el fotógrafo Damián García habían creado una dinámica para despejarse durante los trayectos de una locación a otra. Consistía en reproducir el iPod de alguno y en modo aleatorio hasta la primera canción vergonzante. Cuando pude experimentar la dinámica los cambios de turno ocurrieron así: Dancing Queen, de Abba para Damián García, Detrás de mi ventana, de Yuri en el turno Hiromi; trova de Mexicanto en el caso de Sampson y un estroboscópico reggaetón en el caso del director. Algunos justificaron motivos profesionales para portar dichas melodías aunque dudo que hubieran superado una prueba del polígrafo.
El Tapatío fue el cuartel que se eligió en la capital jalisciense: un gran hotel cercano al aeropuerto que en sus años mozos (finales de los sesenta, principios de los setenta) era un gran resort para viajeros ejecutivos. Sumido bajo el silencio de su pasado, hoy constituye una reliquia que ha sido rodeado por asentamientos suburbanos que, fieles al espíritu mexicano, han crecido de forma silvestre, precaria y desorganizada a su alrededor. El tiempo aquí es espeso y pareciera que incluso las aves se lo piensan dos veces antes de irrumpir en este denso páramo de sospechosa tranquilidad.
En una habitación recóndita, lejos del tenue rumor de la ciudad, el editor Pablo Wrege recibe día a día el material que la expedición filmográfica ha reunido y se dispone a realizar a todo vapor una versión preliminar que vaya tejiendo la narrativa de la cinta. Pálido —el único de la filmación que no goza del sol tapatío—, trabaja día y noche para la visita matutina del director, que en un ejercicio masoquista se percataba de los errores cometidos o reafirmaba la buena andanza del proyecto. “Lo más difícil es la sensación de que lo que dejábamos atrás era imposible de recuperar. A veces esta sensación era muy angustiante y a veces liberadora”, me dijo Luna.
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El cerdo Bob es uno de los protagonistas de 'Sr. Pig'.  CANANA
En algún momento la película cambió el foco: de ser la historia de Ambrose (Danny Glover), un hombre derrubiando sobre la estela de sus últimos días, se transforma en el drama de Eunice (Maya Rudolph), una hija que quiere salvar a su padre de sí mismo mientras intenta reconciliarse con la amarga ausencia con la que éste pobló sus días y los de su hijo.
En el minúsculo cuarto de un motel de paso a las afueras de Guadalajara, Maya Rudolph graba un audio respirando el punzante olor a cloro, sobre una cama circular en cuya cabecera hay sospechosos dispensarios de pañuelos desechables. Su poderosa actuación fue desplazando el protagonismo a un equilibrio entre ella y Glover.
“Cuando escribimos el guion —explica Luna— queríamos hacer una película sobre las despedidas entre padres e hijos. Sobre la búsqueda de la libertad y la reconciliación de un viejo con su pasado. Pero las películas también van transformándose en su proceso. La intervención de Maya y el hecho de que los que hicimos Sr. Pig estamos en un viaje parecido al de Eunice, cambiaron la perspectiva desde la que se cuenta la historia. Hoy diría que es la historia de una hija que decide reconciliarse con su padre en la última etapa de la vida de éste”.
Glover tiene una versión distinta. Cuando le pregunto si es la idea de la muerte y nuestra relación con ella una de las protagonistas de la película me responde: “No es tanto la muerte sino la vida misma. La película presenta la muerte como una consecuencia natural de la vida. Una vez estaba en el funeral de un amigo mío y recuerdo estar con otro de ellos y de decirle ‘Hombre, no puedo creer que esté muerto’, y él me respondió: ‘Sí, carajo, nada de esto hubiera pasado si no hubiera vivido en primer lugar’”.
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Glover escucha a luna en la locación de 'Sr. Pig'. CANANA

En los linderos del poblado Mascota, en Jalisco, la producción detiene la autopista de dos carriles, para filmar una secuencia en la que Ambrose y Eunice se encuentran con una pequeña procesión que transporta una virgen. Ambos, fascinados por lo que parece ser una tradición ancestral, desprovista del brutal utilitarismo occidental (y en particular norteamericano), siguen el espectáculo en silencio y ponen su tragedia en pausa para entregarse a la contemplación. La escena tuvo que filmarse al menos diez veces.
Mientras la producción era azotada por un sol inclemente y los brazos y las manos expuestas a tábanos furiosos que dejaron todo rebosante de ronchas, los coches en ambos lados de la ruta eran detenidos por los escoltas asignados al rodaje: policías federales encapuchados y armados con rifles automáticos (Mr. Pig fue filmada durante un momento de especial violencia en Jalisco por la virulencia del Cartel Nueva Generación se hacía de varios titulares noticiosos).
-“¿Y si hubiera en el tráfico una mujer embarazada o un enfermo que necesita ir al médico?”, pregunto.  Como respuesta recibo fulminante mirada que me explicael grado de inmersión durante la filmación: en este momento la única realidad que importa es la que estamos creando a través de la lente.
Uno de los breves intersticios de ocio admitidos ocurre la noche del primer día de filmación en Mascota. Luna, cuya tercera gran pasión en la vida es la gastronomía (el cine y el futbol le preceden), cocina una especie de paella con una maestría que deja a Maya Rudolph atónita. “Deja que le cuente a Paul esto. Por cierto, ¿te dije ya que vendrá unos días a la filmación?”, dice al chef, que ostenta su destreza blandiendo y esparciendo el aceite sazonado en la inmensa cazuela de arroz con las dos manos. Paul: Paul Thomas Anderson. El rostro relajado del director asume el de una persona que presencia una aparición espectral. “¿Me estás diciendo que voy a tener que elegir dónde poner la pinche cámara con Paul Thomas Anderson viendo por detrás de mi oreja?”, le responde. “Sí, pero tú concéntrate en el arroz por ahora”, recibe de vuelta.
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Diego Luna y el fotógrafo de la película, Demián García.  CANANA
El avistamiento de policías y militares armados se ha transformado en un paisaje consuetudinario para la producción, pero los elementos extranjeros del crew recuerdan el alarmante significado de esta vista.
“Recuerdo hace muchos años un viaje que realicé a República Dominicana”, me dice Glover mientras espera en su camerino a que el equipo de técnicos comandado por el milagroso solucionador de problemas Andrés Medina, Andy, disponga el cuadro de la siguiente escena. “En ese entonces no conocía la historia de ese lugar. Fue a finales de los años setenta. Iba de camino a Haití, que era gobernado por Papa Doc. Recuerdo lo alarmado y sorprendido que me sentí al observar a tantos militares patrullando la calle. Me causó una impresión tan grande que durante muchos años fui incapaz de volver a la isla. Creo que en ese mismo sentido deberíamos de estar preocupados y hasta cierto punto alarmados por la militarización que ha ocurrido en México”.
Por la tarde, tras la siesta obligada, comienza a ceder el calor. La luz se entibia y la vida sale de su refugio. El equipo se lanza a la carretera a hacer tomas desde los autos situación, maniobra que restringe la participación de los mirones inútiles (yo), por lo que decido conocer un poco el lugar. Entro a un café con aspiraciones italianas y le pregunto a un hombre con semblante imperturbable por las probabilidades que tendría para conseguir una cerveza. Me mira con ojos de silencio. “¿Perdone?”, insisto, “¿se puede conseguir una cerveza por aquí?” La mirada se endurece. Cinco segundos de honesta contemplación mutua terminan cuando escucho una campanada (la tercera de los últimos segundos, me enteraría más tarde).  El hombre procede a persignarse (santiguarse, dice él). “Perdone, joven, pero no hablo mientras nos dan la bendición”. 
Mascota es un pueblo católico. Cada hora tres campanadas recuerdan a este sitio que hay un manto ubicuo que los mira, los vigila y les impone un código de conducta. En la entrada del pueblo hay dos inmensos arcos que sostienen una cruz. En las casas hay hojas que dicen "este es un hogar católico" y pintas en las paredes que invitan a dejarnos de tonterías y entender, de una vez por todas, que es Jesús el camino, la verdad y la vida.
Cuando la tripulación vuelve, hay mal humor y desconcierto: las tomas no lograron cuajar. El ánimo es de zozobra y camino a la siguiente locación, en un último intento por rescatar el día, el director y el fotógrafo deciden montar una cámara en la cabina de una pick up y registrar el rumbo.
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El equipo de producción filma a Glover y al cerdo Bob.  CANANA
Salimos de la ciudad y Jalisco se despliega, se abre y se desgaja en un exabrupto de naturaleza y anarquía que se derrama por todo el horizonte. Como si Prometeo encendiera un fuego agazapado detrás de un cerro prehistórico, un miasma dorado se vierte y exhala un vaho rosado y un naranja. El aire huele a hierba y a color morado. El picture car [coche insignia] navega como arrastrado por la corriente de un arroyo. Detrás le sigue una pick up roja que desentona con el paisaje porque en lugar de llevar una familia trae a cuatro hombres que vigilan con celo un lente que se empacha de la belleza circundante.
Un día duro de filmación, que demuestra que Fortuna, la rueda caprichosa, habita los engranes de esta inmensa maquinaria. La jornada termina con un concierto de color, un susurro de las fuerzas que mantienen atado al universo y restaura, poco a poco, a los miembros de la filmación con el proyecto, con el suelo que los sostiene y, quizá, más importante, consigo mismos. Tierra generosa donde la haya esta del Jalisco profundo.
Tras las primeras escenas, nos enteramos pronto del destino de Ambrose (pueden seguir leyendo sin temor a encontrase un hortero spoiler): se dirige a un rancho donde el hijo de su antiguo socio mexicano le comprará a Howard, un cerdo pura sangre y último miembro de una raza criada bajo una tradicional técnica de porcicultura. Arturo Sampson, uno de los productores, me muestra un video que me permite calibrar puntualmente los mecanismos industriales de porcicultura: una línea de producción que podría haber sido copiada de una envasadora de refrescos deposita pesadamente un cerdo en una bandeja metálica. Unos pequeños rodillos los arrojan por una especie de canal frío y mordiente. Tajadas en sus vientres y cuellos despiden con denuedo chorros de sangre en escenas que hacen ver a Quentin Tarantino como un niño de preescolar.
El asunto dramático llega cuando nos percatamos de que en estas instancias, en las que los cuerpos de los cerdos son tratados con un desdén que no es propio ni para el más inservible de los objetos, algunos de ellos están vivos. Patalean, agonizan, bufan: confundidos se aferran a la vida sin saber que lo mejor que les puede pasar es que la muerte acontezca lo más pronto posible. Morir es un verbo, nunca de forma más evidente que para un cerdo en un matadero.
Ambrose, cuya enfermedad terminal se va desmadejando junto con la trama de la película, tiene apenas el combustible suficiente para cumplir una última misión que le permitirá dejarle a su hija una pequeña herencia que dé fe de su existencia. Cuando un desencuentro con el hijo de su antiguo socio, interpretado por José María Yazpik, hace que el viejo cambie de opinión, comienza el verdadero viaje de la película.
En El maestro ignorante, el filosofo francés Jacques Rancière nos dice que el verdadero maestro es aquel que aprende mientras enseña. La película es unaroad movie que nos transporta a la vida de un viejo que quiere expiar su vida desbaratada con un último gesto de amor, reuniendo un legado que le transmita a su hija que si no estuvo con ella no fue por falta de amor sino por falta de capacidad para habitar este mundo como es y con las implicaciones que ello exige para espíritu.
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Diego Luna sostiene la cámara durante el rodaje de 'Sr. Pig'.  CANANA
“Como en todo viaje —me dice Glover— uno descubre que algunas cosas que pensaba que conocía muy bien de sí mismo resultan no ser tan ciertas. Y aparecen otras tantas que has estado evitando y que durante el trayecto simplemente te confrontan”.
La magia (y me disculpo por usar esta palabra tan denostada) de esta producción tiene que ver con este asunto central. El director es el capitán del barco y la tripulación, desde los segundos oficiales hasta los más técnicos más hacendosos, tienen plena conciencia de ello. Pero la actitud de búsqueda, de exploración que imprime Luna sobre el proyecto hace que este viaje, iniciático en términos del sentido de la existencia (que Ambrose encuentra en el colofón de la suya), sea igualmente transformador para el personaje que para el director que para la asistente de dirección que para el fotógrafo, los productores y toda la grey del Señor Cerdo.
Luna ha hecho el tránsito de actor a director por varias razones. Una de ellas —seguro no la más importante— es salir del lente que hace que su aparición en público, sea en la sierra de Jalisco o en un barrio acomodado de la Ciudad de México, genere un frenesí que sólo un temperamento muy paciente y experimentado podría manejar con la sobriedad con la que él lo hace. Hasta ahora ese ademán —el de salir de cuadro— no ha rendido frutos en términos de lo que genera públicamente su presencia. Desde señores con apariencia recia hasta adolescentes pre pubertos se lanzan en pos de la foto, le dejan regalos, excitan su interior de manera incontrolable.
Al terminar las jornadas de filmación en Mascota, Luna opta por una decisión que exhibe el astuto pragmatismo con el que se conduce al instar a los cientos de personas que le han solicitado una foto: “Venga pues, ahora es cuando, pero todos juntos”.
Después de transitar por Guadalajara, Zapotlanejo, Amatitlán, Tototlán, San Miguel El Alto, Arandas, otra vez Guadalajara, otra vez San Miguel El Alto, una vez más Guadalajara, Mascota y filmar en la carretera Mascota-Vallarta, la producción llega a Boca de Tomatlán: la playa en la que el director y artífice de la película tenía claro que la cinta debía de terminar. El sitio se encuentra en el extremo oeste de lo que sería el ecuador del territorio mexicano a 17 kilómetros del popular destino turístico Puerto Vallarta. Conserva el aura místico de los destinos que aún no han sido descubiertos ni por el Lonely Planet, ni por el excéntrico millonario que busca guarecerse en una zona sin wi-fi durante unos días. Aunque se puede llegar por tierra a este pequeño pueblo de pescadores, lo más usual es tomar un taxi acuático en la marina de la Playa Los Muertos. En el colofón de la cinta, (ahora sí: spoiler alert!), Ambrose y Eunice deben llegar a Boca de Tomatlán, a través del mar, con Howard a bordo. 
El entrenador de los cerdos, Mark Schwaiger, egresado de la prestigiosa universidad Moorpark College —un centro de enseñanza que tiene en su departamento de Entrenamiento y Manejo de Animales Salvajes, una de sus facultades más exitosas— advirtió desde el comienzo del rodaje: se puede predecir con bastante precisión la conducta de un animal excepto cuando se ve sometido a circunstancias absolutamente nuevas para él. Difícil concebir que existan muchos cerdos en el mundo que hayan tenido que surcar las lindes de una remota bahía mexicana en una panga inestable. No obstante, Schawiger tiene fe en sus muchachos y elige al alumno más destacado de su pequeño tropel porcino para la misión: el cerdo Bob. 
Un día antes de la filmación de dicha escena, regreso a México infectado por el virus gregario de la cinta y “sintiéndome parte” de la producción (leer con violines de fondo, por favor). Hiromi, mejor conocida como Hiro, me envía un pequeño video en el que se ve a Bob retozando en las costas de Tomatlán con más desparpajo que un bañista sueco que cree haber encontrado su Dorado en esta hermosa bahía. Ha cumplido su misión sobrado y hasta con garbo. Ahora sí: misión cumplida. Después de ahí, cierran la cinta que deja extenuados y emocionados a todos en la producción. Pasará mucho tiempo antes de que decanten esta experiencia. Quizá hasta olviden lo que obtuvieron de ella y no sea sino hasta el estreno que aquellos recuerdos regresen a reclamar su presente no caduco. Aunque, como dice Luna con resignación pero también como alivio, “A estas alturas la película ya no nos pertenece y se tratará de aquello que los espectadores elijan”.
Diego Rabasa es miembro del consejo editorial de Sexto Piso.
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